jueves, 23 de septiembre de 2010

Orgullosamente mexicano

Al grito de “¡Viva, viva!” nos llegó a todos el festejo del Bicentenario. En las grandes ciudades, en los pueblos más pequeños de México, incluso en varias ciudades del mundo donde tuvimos quién nos representaran. Al grito de “¡Viva, viva!” y el tan controvertido “sha la la lá” de Alex Syntek y Jaime López las personas se entusiasmaban. La gente cantaba emocionada el himno nacional, hasta saludaba, se desgañitaba gritando, sudaba de la impresión, y al terminarse el evento, dejaba tirado en la banqueta el frasco de refresco que se estaba tomando.

Creo que podría hacer un experimento: parar gente en la calle y preguntarle: ¿te sientes orgulloso de ser mexicano? De 100 encuestados, 115 me contestarían que sí. Hasta uno que otro extranjero me diría que sí. A todos nos gusta traer una banderita tricolor en el carro, una raya verdeblanquirroja en la cara, entonar el himno y conmovernos. ¿Será nuestro orgullo mexicano un orgullo real, duradero, o corresponderá solamente a los festejos de una fecha inventada para coincidir con el cumpleaños de algún exmandatario?

Un verdadero orgullo mexicano nos haría amar a nuestra tierra, venerarla porque de ella vivimos, respetaríamos tanto el suelo y los mares mexicanos que no nos permitiríamos verlo explotado, a punto de agotar sus fuerzas; aprenderíamos a administrar bien los recursos que nos brinda.

Un verdadero orgullo mexicano nos obligaría a respetar a nuestros compatriotas, a valorar sus vidas tanto como la nuestra; recordaríamos que todos tenemos el mismo origen; entenderíamos que no podemos ser un país fuerte mientras sigamos permitiendo tantas matanzas sin sentido.

Un verdadero orgullo mexicano no nos permitiría dejar que nuestro nombre se ensucie en el mundo con cosas tan ruines como el exterminio de extranjeros que sólo buscan mejores condiciones de vida. Nos distinguiríamos en el mundo por ser una nación humana.

Si estuviéramos tan llenos de orgullo mexicano amaríamos nuestro español, tan peculiar, tan distinto al español de otros países del mundo, tan distinto a sí mismo a todo lo largo y ancho de nuestra patria, lo defenderíamos en cualquier país, lo hablaríamos y escribiríamos correctamente; y, si hubiéramos sido de los afortunados de heredar una lengua indígena, se la transmitiríamos con orgullo a nuestros hijos y sus hijos.

Si estuviéramos realmente tan orgullosos, daríamos la excelencia en nuestros trabajos y en nuestros estudios; pondríamos en alto el nombre de nuestro país en los terrenos de la ciencia; en lugar de brindar mano de obra barata a otros países, seríamos los creadores de la tecnología que iría a parar a todo el mundo.

Si el verde, blanco y rojo nos habitara, en lugar de nada más traerlo encima, no fomentaríamos la corrupción como un medio de vida para nuestros gobernantes, ni para nadie en nuestra sociedad, pues todos entenderíamos la dignidad de la honradez y aspiraríamos a ella.

Si en realidad estuviéramos orgullosos de ser mexicanos, valoraríamos tanto nuestro el trabajo como el de nuestros compatriotas, no lo plagiaríamos ni lo piratearíamos, no lo usaríamos sin retribuirle a cada quien lo que le corresponde.

Si el orgullo de gritar “¡Viva, viva!” es genuino y duradero, este será un país distinto, uno que sobresaldrá a nivel mundial, uno que todos respetarán. Al que todos quisieran pertenecer.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Larga vida a la literatura

Mientras paseaba por una librería escuché a un par de desconocidos que sostenían un lector de libros electrónicos. “Está muy chido”, decía uno, “ya vienen con treinta títulos incluidos”. “¿Pero de qué títulos vendrán, si todavía no hay muchos en el mercado?”, preguntaba el otro. “Ah, eso no importa, ya habrá muchos más.”

Nada más cierto. Con las grandes editoriales transnacionales como Random House Mondadori, Santillana y Planeta anunciando la próxima salida de Libranda, la plataforma digital que contendrá cerca de un tercio del catálogo de estos líderes de la edición internacional, el camino parece más que allanado para que el libro electrónico exista de una manera mucho más aguerrida junto, no contra, el libro tradicional o “codex”, como se le conoce al tipo de publicación que nació con la imprenta de Gutemberg.

Encontrar otras plataformas para la lectura no es un algo que debería asustar a nadie. No conozco románticos que desprecien el Blue Ray por el VHS, ni que odien la televisión digital y extrañen la vieja televisión de bulbos, sin control remoto y a blanco y negro.

El que la literatura tenga otro soporte para encontrar a su lector es algo que todos los creadores y lectores deberían de festejar, porque en esta denodada discusión sobre qué importa más, si el libro electrónico o el tradicional, lo que hemos perdido de vista es que lo importante es la migración de las ideas.

Los hombres, más que estar interesados en lo tecnológico, que tiene su interés, han desarrollado en estos últimos años el apetito voraz por la información, por los datos, por la creación de contenidos, por compartir sus ideas y saquear las ideas de los demás, pero no estamos lejos en que esta creación de contenidos que en la actualidad es vacua, termine por cansar a los lectores y vuelvan, como siempre hemos vuelto, a la literatura clásica, la intemporal, la cotidiana.

Se acerca un nuevo auge para Jane Austen, Tolstoi, Poe y compañía. No importa si vienen descargables o en una pequeña memoria que a Arthur C. Clarke, el célebre escritor de ciencia ficción, hombre anticipado a su época, le hubiera puesto los pelos de punta por su audacia.

A fin de cuentas el hombre seguirá leyendo, porque lo que encontramos en la literatura, escrita u oral, impresa o digital, es la fascinación por el otro, por lo nuevo, por lo que nos deja sorprendidos ante este mundo que muerde, que araña y duele, en el que los libros y el arte tienen la posibilidad de sanar, restaurar y evadir. Más que asustarnos por los e-books deberíamos considerar la posibilidad de que en un futuro no muy lejano, la literatura y toda la información, con seguridad será descargada en nuestro cerebro, gracias a una pequeña antena que salga de nuestros oídos, como en un célebre capítulo de Doctor Who, capítulo que seguro los desconocidos en la librería no han visto aún.