miércoles, 8 de diciembre de 2010

Los maras también lloran

Con grandes expectativas me llevé a casa la película “Sin nombre” (sí, así se llama). Como se me pasó en el cine “La vida loca” y me quedé con muchas ganas de verla, leí, esta que también trataba de maras y pensé “de aquí soy”.

Me esperaba un fin de semana algo de mucho trabajo, así que la compré para verla en cualquier descansito. Le saqué la vuelta el sábado, muy temerosa de que la historia me fuera a conmover o asustar hasta el soponcio. El domingo no fue el día más feliz de mi vida, así que le estuve sacando la vuelta a la película, pero al fin, ganó mi curiosidad y me eché en mi sofá favorito a verla, esperando que en cualquier rato no soportara más y huyera a la televisión de la sala a ver feliz (la repetición del Teletón, Lucerito llorando o algo así).

Oh, desilusión. La historia no tiene grandes sobresaltos, ni mayores revelaciones: un niño que quiere hacerse mara y por eso soporta una golpiza; un chico, Casper, que para proteger a su novia la niega frente a los maras, y sale peor porque la muchacha termina muerta; una muchacha que quiere llegar a Estados Unidos a cumplir el sueño americano pero antes tiene que pasar por el hostil y cruel México. Historias, en fin, que son fuertes indudablemente, pero que se quedan cortas ante la realidad nuestra de cada día.

Por ejemplo en la escena donde muere la novia de Casper, ella es asesinada por accidente, en realidad el asesino no quería matarla, pero ella cae, se da un golpe en la cabeza, y se muere. Sin balazos, machetazos ni violaciones de por medio. Hasta con un poco de arrepentimiento de parte del líder de los maras.

Las grandes maldades que le hacen a los inmigrantes es asaltarlos o lanzarles piedras, pero también hay gente buena que les arroja comida o que los protege en un albergue (escenas que ya no podemos creer después de las atrocidades que han salido a la luz respecto a las masacres de inmigrantes).

Cuando un chico (Casper) deserta de la pandilla, lo buscan para matarlo a balazos, sin tortura de por medio.

Y los maras son una pandilla de hermanos en la cual todos se quieren y se tienen lealtad ante todas las cosas. También sufren, también lloran. También tienen respeto por la vida humana.

Una película protagonizada por la Mara Salvatrucha, en la cual hay sólo 5 muertos, ¿no es demasiado, pero demasiadísimo, light?

En fin, es una película de maras fresas, es como volver a mirar “Amarte duele” (pero con los protagonistas tatuados), esa película del amor prohibido entre la niña rica y el niño pobre con canciones de Natalia Lafourcade de fondo. Incluso uno de los actores repite y hasta ambas películas se terminan en lo mismo, exactamente en lo mismo.

Tendré que esperar y seguir esperando a que salga “La vida loca” en dvd (porque todavía no he dado el gran salto al Blu Ray). Me cuentan que esa película sí me va a dejar la piel chinita.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los héroes de la televisión

Hace varias semanas, cambiándole a los canales de televisión, encontré algo que no sabía si era una película, un videoclip o algún programa de chistes... el caso es que me llamó la atención.

Poblaban las imágenes personajes variopintos: un menonita, un norteño, un par de chilangos y un, al parecer, yucateco; las escenas que se desarrollaban en un ambiente rural, por sí mismas causaban gracia. Al verificar el canal para darme una idea de lo que miraba, solamente quedé más confundida: estaba viendo Bandamax, un canal que aquí en la casa nunca vemos porque no somos (o no éramos) muy afectos a la música regional del norte del país.

Pasaban los minutos y las escenas seguían, así que descarté la idea de que se tratara de un videoclip. Cuando la hora terminó y el asunto quedó en continuación, casi salto de alegría. Se trataba de una serie. Serie a la que llegué por puro azar, y cuyo encuentro festejo.

“Los héroes del norte” (como supe después que se llamaba) es una serie cómica que narra las aventuras de cinco personajes de todo el país cuyo único escape es la música. A pesar de que todos son distintos (hay rockeros, un egresado de la filarmónica, un norteño y un menonita que enseña música a los niños de la escuela) unen sus caminos con la música grupera, con “el sentir del pueblo”, como diría Zacarías III, el vocalista y compositor del grupo, y también, quizá, el personaje protagonista de toda la serie. Miguel Rodarte (El tigre de Santa Julia) es quien da vida a este singular personaje: un comandante de policía de un pueblito olvidado, bonachón y querendón con las muchachas, que tiene un sueño: cantar. Y cantar, obviamente, gruperas.

Y en este sentido, la serie hace un muy buen rescate de todas esas canciones que, independientemente de que nos gusten o no, todos en un momento de la vida hemos oído. Es más, tal vez hasta nos las sabemos de memoria. “Los héroes del Norte”, a través de sus capítulos, brinda un homenaje a los músicos que han sabido robarse el corazón de los mexicanos. Por ejemplo, el primer sencillo de “Los héroes del Norte” es Lo intentamos, de Espinoza Paz, canción que, según la historia ficticia de la serie, se le ocurre a Zacarías III en un momento de tristeza: después de apostar y perder el poco dinero del grupo, sus compañeros le dan la espalda y lo mandan a vagar en ayunas por el desierto. Sin embargo, solo y triste, Zacarías compone esta canción y, con su corazón generoso, regresa a compartirles a los demás éste el que será su primer éxito.

Si ya de por sí la selección de personajes y actores (Marius Biegai, Humberto Busto, Armando Hernández, Andrés Almeida, Karla Souza, María Aura, Patricia Reyes Spíndola) es inmejorable, los diálogos brindan otra grata sorpresa, sobre todo para los que crecimos con una televisión insípida que, además, lo censuraba todo.

Zacarías III: Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo. No tengo fusca, me la quitó Quirino.
Compadre: ¡Quirino! ¡Dale un fuete aquí a mi compadre!
Quirino: Disculpen, pero no puedo hacer eso, aquí yo soy la autoridad y no puedo ser responsable de que aquí corra sangre.
Multitud: ¡Culero, culero, culero, culero!
Quirino: ¡O suspendo el evento!
Multitud: ¡Culero, culero, culero, culero!
Zacarías III: Bueno, pos ay nos vemos.
Compadre: ¡Qué nos vemos, ni qué la moronga! ¿qué no tiene manos pa pelarme los dientes?
Zacarías III: ¡Cómo no!
Compadre: Pero antes, compadre, dígame la verdad: ¿mancilló usté a mi vieja?
Zacarías III: Pos, mancillar, mancillar, lo que se dice una muy buena mancillada, mire compadre, de hombre a hombre, de compa a compa, pos sí la mancillé. Y varias veces...

Una historia original, personajes únicos, diálogos impredecibles forman esta historia. Entre tanta televisión hecha bajo la premisa de que las masas son brutas, encontrar una buena programación es un reto, y este reto se convierte en orgullo cuando descubrimos que hay buenos programas hechos en México. Viva el talento mexicano.

jueves, 11 de noviembre de 2010

63 años para escribir un libro

Un libro que tarda en escribirse 63 años, definitivamente, debe ser un libro importante. Un libro escrito por un Premio Nobel, definitivamente debe ser un libro que no puede evitarse. Un libro nuevo de García Márquez es, sin duda alguna, algo que siempre se antoja. Y es que, ¿quién no ha disfrutado al descubrir al hielo?, ¿quién no ha hecho del amor un demonio?, ¿quién no ha temblado de incertidumbre al no recibir una carta?, ¿quién no se ha estremecido ante la historia de una hermosa mujer que recorre el desierto para complacer a todos los hombres que se formen en la fila?, ¿quién no quiere tocar las alas de un hombre muy viejo? Al final de cuentas, todos queremos correr a Macondo.

Gabriel García Márquez, el colombiano que todos consideramos mexicano, es no sólo un elemento de nuestro bagaje literario y artístico, sino un referente de nuestra propia cultura. Por eso es sorprendente, y siempre bienvenido, un nuevo libro. “Yo no vengo a decir un discurso”, paradójicamente, aparte de mostrarnos al autor en un género al que recurre poco,
nos habla del recelo de su autor hacia éste: el mismo título del autor lo confirma. En palabras del mismo García Márquez, tomadas de uno de los textos del libro, se confirma este punto: Yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Y más adelante, en un discurso de 1972, dice hacer dos cosas de las que me había prometido no hacer jamás: recibir un premio y decir un discurso.

Pues sí, aunque este sea un género que a Gabo incomode tanto, no puede evitar recurrir a él y advertir, según sus propias palabras, su crecimiento como escritor: Leyendo estos discursos redescubro cómo he ido cambiando y evolucionando como escritor.

El primer discurso de este libro es el que Gabriel García Márquez leyó en un evento escolar, cuando apenas contaba con 17 años. Texto breve, ameno, cálido. El siguiente tiene el seductor título “Cómo comencé a escribir”, y seguramente, a pesar de ser el segundo texto, para muchos lectores será el primero al que acudan. Es este un texto revela la visión de un gigante de las letras sobre el oficio de escribir:
Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica.

Un libro que empieza a escribirse en 1944 y termina en 2007; un rescate de textos orales de un autor que concede pocas entrevistas, no puede, simplemente, dejar de considerarse un tesoro.

jueves, 28 de octubre de 2010

Conocer México


¿Cómo entender este México? No se nos habla de él en los libros de historia. Los periódicos no lo muestran del todo. Los noticieros en la televisión hablan de él con menos importancia que si hablaran de Lady Gaga o de los Jonas Brothers. Del México que sabemos, porque es el que nos ha tocado vivir, aprendemos por lo que dicen los vecinos, por los ruidos de las balas, por las narcomantas, por los hashtag de twitter, por la inseguridad que nos acosa día tras día. Sabemos de este México, lo poco que sabemos, porque salimos diario a la calle a ganarnos la vida, y lo que ven nuestros propios ojos nadie puede manipularlo. Sabemos de este México, lo poco que sabemos, porque lo padecemos en carne propia.

El periodismo en nuestro país es un ejercicio perseguido, anulado, cortado de tajo. Son innumerables los casos de periodistas asesinados, de hecho, ni siquiera se tiene una cifra real al respecto: asesinados, desaparecidos, levantados, secuestrados... para el caso es lo mismo. Viene a mi mente el caso de Luis Carlos [insertar link a: http://juarezenlasombra.blogspot.com/2010/09/quien-era-luis-carlos-por-el-padre-del.html], reportero gráfico de 21 años, asesinado en Ciudad Juárez, ciudad que, cada que es mencionada en los medios, nos hace cerrar los ojos o voltearnos para otro lado, sintiendo dolor y pena.

Que en este contexto de persecusión y censura hacia los periodistas aparezca un libro como “Ciudad del Crimen”, del multipremiado escrito Charles Bowden, da la sensación de leer un libro prohibido. Da un remordimiento inacabable: ¿qué hemos hecho para crear un campo de tiro llamado Ciudad Juárez? ¿Qué hemos hecho, o qué le hemos permitido hacer a nuestros gobernantes?

Cada una de las páginas de “Ciudad del crimen” brilla por la rojez de la sangre, pues en cada página hay, al menos, un muerto.

Ernesto Romero Adame, treinta y tres años, día de Año Nuevo, 2008. Está sentado en su Volkswagen Jetta 2005 negro. Tiene agujeros de bala en el cuello, la gargante y el pecho; murió en el acto y espera en la Avenida Triunfo de la República. Es el primer funcionario asesinado de la temporada. Veinte minutos después de la media noche, el domingo 20 de enero, Julián Cháirez Hernández es encontrado muerto, asesinado con arma de fuego. Era teniente de la policía municipal y tenía treita y siente años. Siente horas y diez minutos más tarde, Mirna Yesenia Muñoz Ledo Martín es encontrada dentro de su propia casa. Está desnuna y ha sido apuñalada varias veces. Tenía diez años de edad...

...un muerto del cual nunca hablarán los diarios nacionales porque estamos condenados a no conocer nuestro propio México. Es “Ciudad del crimen” una lectura que se realiza con sorpresa, con terror, con una incomprensión absoluta acerca de los móviles que han desencadenado tanta sangre. Este libro impactante nos revela a Ciudad Juárez desde dentro, no desde los encabezados, ni desde las películas: Ciudad Juárez es la ciudad donde la única ley que existe es la de la supervivencia, ya no del más apto, sino del más armado.

Más que un recuento, y de los datos importantes (En el año 2000, la fuerza especial contra el narcotráfico se había sumado al cártel del Golfo; se convirtió en el grupo conocido como Los Zetas), este libro es un acercamiento demasiado próximo, incluso incómodo, a las víctimas, a los huérfanos, a los que viven en la fe (o en la locura) de que pueden aportar un grano de arena, que si bien no hará el cambio para una ciudad completa, hará un cambio para una vida, una sola, y es que, ¿será tan difícil para algunos recordar cuál es el valor de una vida humana, una sola?

La atracción que siento por el Pastor se debe en parte a esto. Él se hace cargo de los desechos del sistema mexicano de salud, del sistema carcelario mexicano, y de la compasión de México. También se hace cargo de los locos peligrosos que detiene la patrulla Fronteriza de Estados Unidos. La agencia los repele para no lidiar con ellos. Y el Pastor hace un hueco y los lleva a su lugar de locos en el desierto, y por primera vez en años estas personas dejan que alguien las toque, sin ponerse a temblar...
El Pastor es una lente de aumento, y si miras a través de esta lente, verás a esa gente invisible porque él es su última y única esperanza.

Este libro nos revela a una ciudad que queremos olvidar, que queremos hacer de cuenta que nunca pasó, pero que es parte de ese México que no conocemos, y que no por eso nos resulta ajeno.

miércoles, 13 de octubre de 2010

El infierno

Una de las películas mexicanas más discutidas en estos últimos días es “El infierno”, película de Luis Estrada, con las actuaciones de Damián Alcázar y Joaquín Cosío. Existen al respecto opiniones muy encontradas: hay quienes entraron muy escépticos a la sala de cine y salieron gratamente sorprendidos; hay quienes ni siquiera se han animado a entrar al cine al verla, asustados por las imágenes de la publicidad; hay quien dice que con tanta sangre en las noticias, ¿para qué quiere ver más?...

Pero, ¿qué tiene “El infierno” que causa tan dispares reacciones? El infierno, como se enuncia (sin necesidad) varias veces en la película, no es más que la realidad que está acechando a cada quién desde la ventana: la realidad mexicana de esta guerra fallida.

“El infierno” no tiene historias fantásticas, ni increíbles, no para nosotros. Todo lo que sucede en “El infierno” es parte de nuestro vivir de todos los días, ¿por qué tenerle miedo a la historia de un paisano que al ser deportado a su país lo encuentra sumido en la violencia y la rapiña? ¿qué acaso esa no es una historia que de sobra nos sabemos, que hemos visto con nuestros ojos infinidad de veces? ¿Por qué cerrar los ojos ante la historia de un narco que es amigo del jefe de policía, del presidente municipal, y hasta del presidente de la república? ¿Acaso nos resulta una historia inverosímil, acaso no la hemos oído varias veces antes? Esas son las historias de “El infierno”: narcos traicionados por su propia sangre, asesinatos entre hermanos, narcomantas, niños que quieren ser sicarios, policía corrupta, balaceras infinitas, destazados, muertes sin sentido, muertes por venganza, muertes por orgullo, muertes nada más porque sí...

La película da una panorámica de lo que sucede en cualquier poblado pequeño de nuestro país, absorbido por el narco, (¿o eso no nos pasa a nosotros?, ¿cuántos alcaldes de municipios pequeños han sido asesinados en este sexenio?). Narra las escenas con humor negro pero totalmente verosímil, es decir, no hay una sola situación o diálogo forzado y es precisamente ese uno de los grandes aciertos de la película, que aunque todo lo que pasa es ridículo, en varios lugares de nuestro país están pasando las mismas cosas de manera exactamente igual. El ritmo de la historia transcurre muy ágilmente, y cuando menos se da uno cuenta, ya se terminó la película de más de dos horas. No se siente porque es una historia bien construida, con las cantidades exactas de humor, de sexo, de violencia y de reflexión... todo con presentado en el momento adecuado.

Las reacciones que causa “El infierno” son las mismas que causa nuestra realidad mexicana (es decir, el infierno), nuestra realidad de mexicanos que a pesar de las balas perdidas salimos a diario a ganarnos la vida, porque en estos días mayor es el valor que se requiere para salir a cumplir con una jornada laboral que el que se requiere para jalar un gatillo. Estamos sitiados, secuestrados en nuestras propias casas, inseguros en nuestras propias camas. Hacia nuestra realidad hay reacciones ingenuas de gente que cree que el delito está lejos, que los balazos son entre narcos; también hay reacciones de horror de parte de los que estamos al pendiente de las noticias (o de quienes, desafortunadamente, se han convertido en noticia).

Un amigo me dijo que ojalá “El infierno” no sea el cine que represente a nuestro país a nivel internacional. Ojalá que sí. Ojalá que todo mundo se entere de lo que pasa en nuestro país: de la pobreza, de la corrupción y del estúpido afán de arreglarlo todo a balazos.

Es lamentable el hecho de que resonara más y causara más espanto la noticia de que los Jonas Brothers cancelaban su concierto en Monterrey por la inseguridad, que la noticia de un niño baleado en la misma ciudad. La noticia de un niño herido por una balacera entre narcos y policías pasó totalmente de noche, opacada por la desilusión de no poder oír en vivo a los Jonas. No hubo protestas, no hubo un país exigiendo seguridad, no hubo siquiera suficiente espacio en los medios para un niño herido. Ambas hechos sucedieron el mismo día, pero los mexicanos sólo ponemos atención en las notas que queremos.

“El infierno está aquí”, dice uno de los personajes de la película. De nada vale cerrar los ojos a lo que nos está pasando, el infierno está más cerca de lo que queremos admitir y hacer como que no oímos, que somos de palo, no va a volvernos inmunes.

O que, como dijo cierto gobernador, ¿la realidad “nos da asquito”?

jueves, 23 de septiembre de 2010

Orgullosamente mexicano

Al grito de “¡Viva, viva!” nos llegó a todos el festejo del Bicentenario. En las grandes ciudades, en los pueblos más pequeños de México, incluso en varias ciudades del mundo donde tuvimos quién nos representaran. Al grito de “¡Viva, viva!” y el tan controvertido “sha la la lá” de Alex Syntek y Jaime López las personas se entusiasmaban. La gente cantaba emocionada el himno nacional, hasta saludaba, se desgañitaba gritando, sudaba de la impresión, y al terminarse el evento, dejaba tirado en la banqueta el frasco de refresco que se estaba tomando.

Creo que podría hacer un experimento: parar gente en la calle y preguntarle: ¿te sientes orgulloso de ser mexicano? De 100 encuestados, 115 me contestarían que sí. Hasta uno que otro extranjero me diría que sí. A todos nos gusta traer una banderita tricolor en el carro, una raya verdeblanquirroja en la cara, entonar el himno y conmovernos. ¿Será nuestro orgullo mexicano un orgullo real, duradero, o corresponderá solamente a los festejos de una fecha inventada para coincidir con el cumpleaños de algún exmandatario?

Un verdadero orgullo mexicano nos haría amar a nuestra tierra, venerarla porque de ella vivimos, respetaríamos tanto el suelo y los mares mexicanos que no nos permitiríamos verlo explotado, a punto de agotar sus fuerzas; aprenderíamos a administrar bien los recursos que nos brinda.

Un verdadero orgullo mexicano nos obligaría a respetar a nuestros compatriotas, a valorar sus vidas tanto como la nuestra; recordaríamos que todos tenemos el mismo origen; entenderíamos que no podemos ser un país fuerte mientras sigamos permitiendo tantas matanzas sin sentido.

Un verdadero orgullo mexicano no nos permitiría dejar que nuestro nombre se ensucie en el mundo con cosas tan ruines como el exterminio de extranjeros que sólo buscan mejores condiciones de vida. Nos distinguiríamos en el mundo por ser una nación humana.

Si estuviéramos tan llenos de orgullo mexicano amaríamos nuestro español, tan peculiar, tan distinto al español de otros países del mundo, tan distinto a sí mismo a todo lo largo y ancho de nuestra patria, lo defenderíamos en cualquier país, lo hablaríamos y escribiríamos correctamente; y, si hubiéramos sido de los afortunados de heredar una lengua indígena, se la transmitiríamos con orgullo a nuestros hijos y sus hijos.

Si estuviéramos realmente tan orgullosos, daríamos la excelencia en nuestros trabajos y en nuestros estudios; pondríamos en alto el nombre de nuestro país en los terrenos de la ciencia; en lugar de brindar mano de obra barata a otros países, seríamos los creadores de la tecnología que iría a parar a todo el mundo.

Si el verde, blanco y rojo nos habitara, en lugar de nada más traerlo encima, no fomentaríamos la corrupción como un medio de vida para nuestros gobernantes, ni para nadie en nuestra sociedad, pues todos entenderíamos la dignidad de la honradez y aspiraríamos a ella.

Si en realidad estuviéramos orgullosos de ser mexicanos, valoraríamos tanto nuestro el trabajo como el de nuestros compatriotas, no lo plagiaríamos ni lo piratearíamos, no lo usaríamos sin retribuirle a cada quien lo que le corresponde.

Si el orgullo de gritar “¡Viva, viva!” es genuino y duradero, este será un país distinto, uno que sobresaldrá a nivel mundial, uno que todos respetarán. Al que todos quisieran pertenecer.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Larga vida a la literatura

Mientras paseaba por una librería escuché a un par de desconocidos que sostenían un lector de libros electrónicos. “Está muy chido”, decía uno, “ya vienen con treinta títulos incluidos”. “¿Pero de qué títulos vendrán, si todavía no hay muchos en el mercado?”, preguntaba el otro. “Ah, eso no importa, ya habrá muchos más.”

Nada más cierto. Con las grandes editoriales transnacionales como Random House Mondadori, Santillana y Planeta anunciando la próxima salida de Libranda, la plataforma digital que contendrá cerca de un tercio del catálogo de estos líderes de la edición internacional, el camino parece más que allanado para que el libro electrónico exista de una manera mucho más aguerrida junto, no contra, el libro tradicional o “codex”, como se le conoce al tipo de publicación que nació con la imprenta de Gutemberg.

Encontrar otras plataformas para la lectura no es un algo que debería asustar a nadie. No conozco románticos que desprecien el Blue Ray por el VHS, ni que odien la televisión digital y extrañen la vieja televisión de bulbos, sin control remoto y a blanco y negro.

El que la literatura tenga otro soporte para encontrar a su lector es algo que todos los creadores y lectores deberían de festejar, porque en esta denodada discusión sobre qué importa más, si el libro electrónico o el tradicional, lo que hemos perdido de vista es que lo importante es la migración de las ideas.

Los hombres, más que estar interesados en lo tecnológico, que tiene su interés, han desarrollado en estos últimos años el apetito voraz por la información, por los datos, por la creación de contenidos, por compartir sus ideas y saquear las ideas de los demás, pero no estamos lejos en que esta creación de contenidos que en la actualidad es vacua, termine por cansar a los lectores y vuelvan, como siempre hemos vuelto, a la literatura clásica, la intemporal, la cotidiana.

Se acerca un nuevo auge para Jane Austen, Tolstoi, Poe y compañía. No importa si vienen descargables o en una pequeña memoria que a Arthur C. Clarke, el célebre escritor de ciencia ficción, hombre anticipado a su época, le hubiera puesto los pelos de punta por su audacia.

A fin de cuentas el hombre seguirá leyendo, porque lo que encontramos en la literatura, escrita u oral, impresa o digital, es la fascinación por el otro, por lo nuevo, por lo que nos deja sorprendidos ante este mundo que muerde, que araña y duele, en el que los libros y el arte tienen la posibilidad de sanar, restaurar y evadir. Más que asustarnos por los e-books deberíamos considerar la posibilidad de que en un futuro no muy lejano, la literatura y toda la información, con seguridad será descargada en nuestro cerebro, gracias a una pequeña antena que salga de nuestros oídos, como en un célebre capítulo de Doctor Who, capítulo que seguro los desconocidos en la librería no han visto aún.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Escribir es un acto de fe

Orfa Alarcón


En este país donde se leen pocos libros en promedio por persona al año, pensar en dedicarse a la escritura suena un tanto descabellado. Aparte de todas las complicaciones que existen alrededor del acto literario, no hay un sistema que permita que el escritor se dedique solamente a escribir (recordemos que el asunto de las becas es un tema un tanto azaroso y nunca seguro), pues las necesidades básicas que lo rodean son prioritarias, vaya, escribir no es negocio y hay que dedicarse a otras cosas y combinarlas con el acto creativo. Por eso es tan loable encontrar a gente joven que, a pesar de las dificultades, se dedica a su obra y, cuando ésta ya ha madurado, busca difundirla. Uno de los mayores retos de los escritores jóvenes es publicar su primer libro, ya que por recelo o por desconocimiento, difícilmente las editoriales publican a gente que no tenga libros anteriores, pues no saben cómo resultarán estos nuevos autores en cuestión de ventas, de aceptación, de calidad editorial, y un gran etcétera.

Ante todas estas dificultades, cada que sale publicada una primera novela deberíamos aplaudirla de pie, pues siempre para que una obra primogénita llegue a la librería, ha tenido que recorrer un largo y riesgoso camino. Por eso en esta ocasión les platico, y les platico con un infinito gusto, de “Hombre de poca fe”, la primera novela de la joven escritora mexicana Gilma Luque.

Esta novela cuenta una historia tan fuerte y distinta, que podría haber sucedido en la casa de cualquiera de nosotros o, como se dice por ahí, hasta en las mejores familias. Esta es una atípica historia de amor. O historia de amores. ¿Cuántas veces puede entregar una mujer el corazón? En esta novela, la protagonista de nombre Alfonsina, desde su cama de hospital, cuenta la historia de un hombre para contar la historia de sí misma. Una mujer muere para que viva su hombre. Una mujer entiende que su cuerpo está compuesto por la serie de amores que ha vivido, por las personas que ha conocido, por las historias que han formado a otros y que, después de oírlas, la han habitado también a ella.

Desde su lecho –de muerte, quizá- Alfonsina recrea los sucesos más importantes de su vida y de la vida del hombre que ama. Todos los sucesos, incluso los aparentemente más pequeños, son piezas de un rompecabezas que repercutirá en un impresionante todo. Alfonsina habla sin voz, y no por eso es una voz callada, al contrario, repercute con sus palabras en los oídos de todos los que se acercan a escucharla a través de Gilma Luque, su autora.

Esta es una novela de espacios que igual nos lleva de la mano a conocer la ciudad, como nos lleva a conocer los ambientes rurales más maravillosos del país. Llena de erotismo, de deseo y de necesidad, esta novela lo mismo nos cuenta del amor paternal, del fraternal, de la inocencia de los primeros amores y de la delgada línea que existe entre el amor filial y el carnal, esa línea que Alfonsina rompe sin saber que se entregará a una relación tan ardiente como caótica, tan peligrosa, un amor que, metafórica como realmente, será una bala tan bien intencionada que se niega a matar.

Así conoce Alfonsina su necesidad de un hombre, de más de un hombre, y es a través de estos que cuenta su historia, pide que sean otros los que cuenten su historia. Y cuando le toca hablar a ella, cede el protagonismo, se esconde tras una segunda voz dirigida a una segunda persona que aunque esté, no la escucha. Pero eso no importa, es mayor la necesidad de Alfonsina de contar.

El escritor Mario González Suárez escribió refiriéndose a esta novela:
Alfonsina narra desde el silencio, reducida a su propia carne inmóvil. Paradójicamente accede a una cierta ubicuidad, un punto de vista donde reconoce que somos muertos amando a otros muertos. Mátame si me amas, porque te amo quiero morir en tus brazos y quiero que mueras sólo por mí: son los bordes de un discurso amoroso dirigido sólo a quien se atreva a responderlo.

El amor desbocado (porque si no es desbocado no es amor) siempre ha de terminar en tragedia. Más que contarles acerca de los recovecos de esta historia, quisiera invitarles a leer el libro. Con esta asombrosa primera novela Gilma Luque, autora de “Hombre de poca fe”, cumple de manera magnífica su función de escritora, de cuenta-historias, de perpetuadora de los sucesos. Ya que Gilma, contando las historias de los personajes que la habitan, comparte la necesidad de Alfonsina, su personaje, de repetir, de preservar.

A pesar de ser tan joven, Gilma ya conoce historias, y muchas, para transmitirle a sus lectores. Es de sorprender encontrar una primera novela con tantos aciertos como los de “Hombre de poca fe”. Salud por “Hombre de poca fe”, la historia de una mujer y de sus hombres, la primera novela de una escritora que ha encontrado su camino en la literatura mexicana.


Hombre de poca fe
Mondadori, 2010

miércoles, 11 de agosto de 2010

Asco y deseo

Orfa Alarcón

“Dulce cuchillo” es un cuchillo de dos filos: el asco y el deseo. La hoja del asco puede cortar, infectar, lacerar y hurgar hasta el fondo del estómago. La hoja del deseo es la más terrible: es capaz de llegar a la raíz del corazón y arrancarle a trozos la voluntad.

Esta nueva novela de Ethel Krauz es un viaje a la historia de la protagonista, Magdalena, mujer-niña, niña-mujer, niña-vieja, como ella misma se describe, porque ella conoce el asco, y el dolor desde que era bebé y ya era grande: el abuso la hizo crecer antes de que creciera su cuerpo.

Magdalena es una protagonista doblada y humillada. Es, durante los primeros 40 años de su vida, una muñeca que cualquiera puede manipular, desnudar, voltear o toquetear, rudamente o sólo con la vista, por lujuria o por capricho.

Ella es una mujer que se asume víctima, porque aunque sabe que ese no es el único papel que puede jugar a lo largo de la vida, no sabe cómo abandonar ese rol, y así va de un agresor a otro, el más cercano, el más íntimo, el director de su escuela, la amiga, el portero, el hermano, el padre… siempre personajes de los que ella espera protección o, por lo menos, comprensión.

Las promesas que no se pronuncian, las implícitas, son en las que más confiamos, las que, al romperse, son capaces de lanzarnos al abismo de la decepción, la desesperanza y la duda. Esas promesas que no necesitamos oír de los más cercanos: “siempre te voy a querer”, “siempre te voy a cuidar”, “siempre estaré contigo”, y no necesitamos oírlas porque nuestro lazo se basa en que, más que palabras, esas promesas son hechos. Por eso cuando se rompen se trastorna todo y las Magdalenas del mundo, esas mujeres a las que sin razón se les ha despojado de todo, se convierten en muñecas que pasarán de un dueño a otro.

Si bien el abuso sexual al que es sometida la protagonista desde niña es el tema central de la novela, este no es el único tópico imprescindible en la misma.

El otro lado del cuchillo, ya lo había comentado, es el más terrible. El deseo es un filo que lleva a Magdalena a instalarse a vivir en la pesadilla, mudarse al dolor, abrirse más una herida, echarse limón, caminar en la cuerda floja y, a pesar del exhaustivo entrenamiento, terminar cayendo, cayendo, cayendo.

Porque si bien, ese deseo es un deseo satisfecho, es un deseo muy particular e hiriente: es el deseo hacia su propio agresor. De todos aquellos que la han manipulado y utilizado, es el personaje T. (así lo nombra la protagonista) quien se convierte en una necesidad. El objeto del asco, así, se convierte en el objeto del deseo.

“Dulce cuchillo” es una novela conformada por varios narradores. Cada uno de estos narradores va contando la parte que le corresponde de la historia. Unos miran a través del amor, otros a través de la desesperación, otros a través de la sed de ser amado que, como dice Ethel Krauze, es una sed de estar en un desierto lleno de agua, bebérsela toda y continuar sediento. Pero a pesar de los diversos narradores, hay una voz predominante: la de la protagonista.

Es la voz de Magdalena una voz que nos cuenta una, y otra vez, cómo, cuando iba al baño, la espiaba el amante de su madre, el personaje T., cómo la llevó con engaños a un motel cuando ella ni siquiera sabía qué era eso, cómo la desnudó y cómo ella volvió a su casa a fingir que leía con un libro de cabeza sobre las piernas. Es esta repetición de los hechos hirientes los que permiten al lector comprender el infierno vivido por un personaje abusado: una vez, otra vez, una y otra vez para empezar de nuevo. Para Magdalena, en su voz de víctima, es más fácil contarnos repetidas veces cómo vivió este horror que contarnos el lado placentero del cuchillo.

Lo que no cuenta Magdalena, lo que deja a la interpretación del lector, es cómo le hizo para transformar este asco en deseo, no nos cuenta qué estrella explotó dentro de ella que la iluminó, que la liberó de ataduras y la hizo convertirse en la amante del hombre de su madre. Eso es más íntimo aún que cualquier abuso recibido, ese es el lado peligroso del cuchillo. Magdalena reserva para sí lo más sagrado porque le pertenece sólo a ella.

La protagonista, con todo y la estrella que le irradiaba dentro, nos lleva a través de la novela a una recreación de la locura, al frenesí, a la culpa, al capricho y a la justificación. Sin embargo, “Dulce cuchillo” no es sólo una novela de victimización, es sobretodo, un canto al triunfo de la vida. A lo largo de la novela y a cada recuento de los daños, la protagonista es un personaje que va creciendo, tanto en presencia como en madurez, y va convirtiéndose en esta compleja mujer que decide que gane la vida, que decide amar a cada uno de los días que tiene los pies puestos sobre la tierra, aunque esta tierra no sea un lugar que la trate con miramientos.

Un personaje fuerte, una lírica impecable, una narrativa envidiable y una historia estremecedora, ajena y propia a la vez, son las piezas con las que Ethel ha jugado para mostrarnos esta irrepetible historia.

Gracias a Ethel Krauze por este cuchillo que nos atraviesa y nos seduce.


Dulce cuchillo

Editorial Jus, 2010

miércoles, 28 de julio de 2010

Cuando la realidad parece ficción: Orfa Alarcón


Si ya de por sí escribir es un reto, escribir, publicar y gustar, es un logro mayor, al que pocos tienen acceso. Malayerba, libro de crónicas del narcotráfico, ha sido un libro bien escrito que ha llegado para quedarse en el gusto del público.

Si nos relajamos con el asunto de las clasificaciones, haremos una distinción muy clara (y a la vez muy frágil) entre los libros que se publican y se exhiben en librerías: ficción y no ficción, entendiendo por ficción todo aquello imaginado por el lector y que puede ir de la literatura realista a la fantástica; y por no ficción aquella escritura que revela los aconteceres de manera teórica, que estudia la realidad y que hace referencia a sucesos verídicos, mayormente a los comprobables.

Si bien el gran reto de la ficción es crear personajes adelantándose a sus hechos y a su psicología, el gran reto de la no ficción es dar con personas reales que se convertirán, por sus características peculiares, en personajes sobresalientes.

En esta búsqueda del personaje, ya no del ficticio, sino del existente, hay que entender la realidad. Para entender la realidad hay que descomponerla en sus factores, desarmarla como a un rompecabezas y tomarse el tiempo de observar pieza por pieza para, antes de saber en qué parte acomodarla, entender que cada una tiene un valor y una existencia particular que, si bien depende de las demás para formar una imagen, es una figura única y representativa en sí misma.

Entender la realidad de uno de los mayores problemas que en este momento aquejan a nuestros país, el narcotráfico, es entender cada una de sus partes, darle a cada una de éstas un peso y una importancia propios; ver que cada pieza es un factor y a la vez un resultado del problema.

Todo eso lo sabe, y lo sabe bien, Javier Valdez Cárdenas, periodista, sociólogo, escritor, quien en su libro Malayerba se dedica a mostrarle al lector la realidad del narco en México.

Niños que juegan a matar, cadáveres aún tibios, hackers de los narcos, militares, corridos, casas de seguridad, víctimas, victimarios, balas y desiertos. Este periodista sabe llegar al fondo de la nota, sabe salir bien librado de entre las balas y le muestra al lector lo que no sale en los periódicos: la psique de los personajes, las consecuencias más íntimas del delito, escenas íntimas de lo que hay en el corazón.

A sus doce años tenía una admiración desmesurada por Javier. Casi casi le prendía veladoras a la fotografía del narco aquel: bigotón, tejana cubriéndole el pelo oscuro, sonrisa bonachona y esos collares de oro en el centro de la camisa desabrochada.

Factores que son resultados. Todo contado de manera inaudita: contado con el fantástico peso de la realidad.


Malayerba (prólogo de Carlos Monsiváis)
Editorial Jus, 2010